En la cueva de Altamira, a pocos metros de su gran boca de entrada, pero ya en el umbral de la penumbra y la oscuridad, se abría un espacio cavernario singular, que resultó muy atractivo para las personas que frecuentaban este lugar en el inicio de nuestra Historia. En el techo de este espacio la superficie de la roca caliza sobresale con sugerentes formas que invitaron a una o varias personas hace 14 500 años a imaginar bisontes tumbados, tal y como los contemplaban habitualmente en su entorno, junto a bisontes en actitudes muy diversas.
Las manadas de bisontes tumbados en las praderas formaban parte del paisaje del país de Altamira. Estos grandes bóvidos necesitan permanecer largos periodos del día descansando, condicionados en su ritmo de actividad por su alimentación.
Como todos los rumiantes, el bisonte está adaptado para alimentarse de diversas plantas, hierbas, hojas, cortezas, líquenes y musgo. Una alimentación intensa antes del amanecer le permite llenar rápidamente y en gran medida las cinco cámaras del estómago después de la pausa de la noche. A continuación, el bisonte se tumba para descansar y rumiar el alimento que previamente ha pacido. Este ciclo es repetido varias veces al día. En condiciones naturales, la alimentación lleva más de la mitad del ciclo diario, desde el amanecer al atardecer, de manera que, de las veinticuatro horas del día, un tercio del tiempo es ocupado en alimentarse, casi los otros dos tercios en descansar y aproximadamente un diez por cierto del tiempo en desplazarse, o jugar.
Tranquilos y peligrosos, gregarios y solitarios, imponentes y resistentes, los bisontes fueron cazados como fuente de alimentación y de materiales para la vida cotidiana en algunos periodos del Paleolítico y en algunas regiones de Europa. Sin embargo, para los habitantes de la cueva de Altamira hace 15000 años, expertos cazadores de ciervos, los bisontes no formaban parte de su alimentación, sino de su mundo de las ideas.